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El algún punto incierto de la historia humana la tecnología y la elegancia se encontraron en el 
camino. Tras etéreo coqueteo, se fundieron en un diálogo que terminaría por dar vida a una
 serie de sublimes piezas de lo que ahora llamamos arte digital, exquisitas manifestaciones
 multimedia que apelan a nuestra conciencia sensorial. 
Ryoichi Kurokawa  (Japón, 1978) es uno de los más finos exponentes de este reciente movimiento
 que se ha propuesto –o tal vez solo lo ha logrado sin proponérselo– diluir las fronteras
 interdisciplinarias heredadas por sus antecesores artísticos. Azules sonoros, espacios miméticos,
 vórtices interminables que escupen, sutilmente, texturas inéditas, todos estos confabulados
 para ir más allá del himen de la estética legada. Sobra decir que las aventuras psicosensoriales 
que el arte electro-experimental patrocina son, generalmente, memorables.  
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Kurokawa incursiona en instalaciones multimediáticas, piezas orquestales, música, y narrativas audiovisuales. Por momentos su obra viola el tiempo, tergiversa el espacio, se infiltra en nuestros procesos perceptivos (algo así como un audaz intermediario que hackea la interfase que organiza nuestra realidad). Y al hacerlo mantiene, casi invariablemente, una explícita elegancia, misma que caracteriza a una lúcida generación de artistas digitales que ha florecido en las últimas dos décadas: por ejemplo, Ryoji Ikeda, Takagi Masakatsu y Daito manabe, entre otros.
 A veces, disfrutando de la obra de Kurokawa, me surgen pensamientos quizá profanos:
 divago en la posibilidad que la geometría sagrada haya asistido a un rave futurista o que la 
tensegridad de Bucky Fuller decidió, por qué no, consumir drogas de diseño… Lo que quiero
 decir es que a través de su trabajo el arte, una vez más, nos remite a la unidad original. 
Twitter del autor: @paradoxeparadis