miércoles, 18 de mayo de 2011

La Individuación

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Imaginación Activa y Vida

El camino natural hacia la experiencia personal del inconsciente colectivo se abre mediante los sueños y, con menor frecuencia, las visiones, alucinaciones, fenómenos sincrónicos, etc. Además de estas manifestaciones espontáneas, Jung introdujo en la práctica analítica otro método de hacer contacto con las capas más profundas del inconsciente. Es un tipo de introspección o meditación, basada en la actividad de la fantasía, que denominó imaginación activa. La primera reacción a la propuesta de que la persona imagine activamente consiste por lo general en suspicacia y resistencia, lo que parece comprensible en vista de la obvia irracionalidad de dicho procedimiento. Sin embargo, para Jung todo consistía precisamente en el sin sentido de la actividad fantástica desenfrenada, en el elemento de juego que debe tomarse con toda seriedad: La actividad creativa de la imaginación libera al hombre de su vínculo con el nada más que y lo eleva a la categoría del que juega. Como dice Schiller, el hombre es completamente humano sólo cuando juega.

La frecuente objeción acerca de que las supuestas fantasías son pensadas conscientemente, y que por tanto las imágenes no provienen de ningún modo del inconsciente, carece de sustento. Es verdad que existe cierto grado de ilusión, que no es producto del inconsciente sino que está dispuesto por el ego. Las ilusiones son fantasías manipuladas y su naturaleza falsa puede distinguirse fácilmente a partir de la ausencia de motivos arquetípicos e imágenes númines. Asimismo, falta el elemento de sorpresa, así como cualquier cosa que pueda sentirse como atemorizante o perturbadora. La imaginación genuina está inspirada por el inconsciente; el ego se enfrenta a las imágenes como si fueran la realidad, no sólo con una percepción pasiva, sino participando activamente en su juego y llegando a un acuerdo con ellas. Las imágenes son auto-manifestaciones de la psique y por tanto pueden considerarse fragmentos de aquellos sueños diurnos soñados por debajo del umbral de la consciencia, los que ésta no percibe debido a su preocupación con los procesos del mundo exterior.

El objetivo de la imaginación activa es encontrar una posición intermedia entre consciente e inconsciente, pues posee una cualidad de opuestos combinados. Jung también habló de una función trascendente de los opuestos (*). Una precondición del éxito de la imaginación activa es que no debería ser un pretexto para escapar de la vida. Las fantasías no constituyen un sustituto de la vida; son los frutos del espíritu que le son regaladas al que paga su tributo a la vida. El que evade el deber no siente nada más que su propio miedo mórbido y este no tiene para él sentido alguno.

No es posible decidir con certeza si la consciencia predomina sobre el inconsciente en la imaginación activa, o si el inconsciente lo hace sobre la consciencia. Es por ello que Jung le otorgaba el papel dominante ora a uno, ora al otro. Al ponerse de acuerdo con el inconsciente el ego toma la delantera, pero el inconsciente debe tener su lugar también: audiatur et altera pars. Debe compararse esta afirmación de los comienzos con una que surgió más adelante: El árbitro final del patrón es un impulso obscuro, un inconsciente que se precipita a priori en una forma plástica Todo el procedimiento parece estar dominado por un sutil conocimiento previo no sólo del patrón, sino de su sentido. En definitiva es una interacción entre consciente e inconsciente, donde con frecuencia el líder se convierte en el que es liderado y viceversa. Aunque Jung y sus pacientes utilizaron este método de imaginación activa durante muchos años, pasó mucho tiempo antes de que él fuera capaz de discernir una ley y un sentido en la variedad de complicados patrones y configuraciones que éstos producían, ya fuera en forma de danza, pintura, dibujos o modelado. Sólo gradualmente descubrió que estaba siendo testigo de la manifestación espontánea de un proceso inconsciente que era apenas ayudado por la habilidad técnica del paciente y al que más tarde bauticé como proceso de individuación. En la imaginación activa el proceso, como en los sueños y otras manifestaciones del inconsciente, se presenta en una sucesión de imágenes, de tal manera que al menos en parte puede ser percibido por la mente consciente. Al referirse a un a priori inconsciente, un sutil conocimiento previo que reina sobre todo el procedimiento, Jung alude al arquetipo del sí-mismo, que es la fuerza motora detrás de la formación de imágenes y que dispone los acontecimientos inconscientes. Gracias a él, la fantasía por lo general no se sale de sus carriles, aunque sorprendentemente siempre llega a destino, a pesar de que el que fantasea pueda tener la sensación de estar totalmente expuesto a los antojos caprichosos y subjetivos del azar.




Como puede deducirse de los pasajes que he citado, la individuación no consiste únicamente en sucesiones de imágenes del inconsciente. Éstas son sólo parte del proceso, representando su realidad interior o espiritual. Su complemento necesario es la realidad exterior, el desarrollo de la individualidad y el destino que le espera. Ambos aspectos del proceso están regulados por el poderoso arquetipo del Sí-mismo. En otras palabras, durante la individuación el Sí-mismo surge al mundo de la consciencia, en tanto al mismo tiempo su naturaleza originalmente psicoide se escinde, de tal manera que se manifiesta tanto en imágenes interiores como en acontecimientos de la vida real. Por ello Jung amplió su definición del proceso de individuación como una sucesión de imágenes interiores describiéndolo como la vida en sí: En última instancia toda vida es la realización de una totalidad, es decir, de un Sí-mismo, razón por la cual esta realización también puede denominarse individuación. Básicamente, la individuación consiste en intentos siempre renovados y necesarios para amalgamar las imágenes interiores con la experiencia exterior. O en otras palabras, es el esfuerzo de hacer de lo que el destino pretende hacer con nosotros, algo completamente nuestro (W. Bergengruen). Cuando hay éxito una parte del Sí-mismo se realiza como una unión del adentro y el afuera. Luego un hombre puede reposar sobre sí mismo, pues está satisfecho de sí y un aura de autenticidad emana de él.

Para Jung el sentido de la vida es la realización del Sí-mismo. Toda vida está ligada a carreras individuales que la realizan Sin embargo, toda carrera está cargada de un destino y una meta individual y sólo la realización de éstos hace que la vida cobre sentido. La importancia de esta afirmación tan coherente se torna evidente al considerar que el arquetipo del Sí-mismo es indefinible, inefable, una X oculta cuyas concretizaciones resultan indistinguibles de las imágenes de Dios. Asimismo, el proceso de individuación no culmina en la vida más plena posible vivida porque sí y tampoco en la profunda comprensión intelectual; su sentido fluye de la cualidad númine del sí-mismo. Para ponerlo en términos religiosos, la individuación debe comprenderse como la realización de lo divino en el hombre.

Expresar el sentido de la vida en estos términos no tiene por cierto la intención de establecer un dogma o un artículo de fe. Surge, como Jung lo enfatizara en repetidas oportunidades, sólo de la interpretación de los fenómenos psíquicos y cada interpretación es subjetiva. Obviamente, el intelecto crítico se enfrenta una y otra vez con la pregunta de la validez objetiva de los hechos y experiencias que pueden verificarse en el plano psicológico. Sin embargo, es difícil ver cómo podría responderse esa pregunta, pues el intelecto carece de los criterios necesarios. Cualquier cosa que sirva como criterio está sujeto a su vez a la pregunta crítica de la validez. Lo único que puede decidir en este caso es la preponderancia de los hechos psíquicos. Enfrentado a esta incertidumbre, Jung no descartó una interpretación del sentido opuesta a la suya, así como de la de todas las demás. El verdadero sentido es con frecuencia algo que también podría llamarse sinsentido, pues hay una gran medida de inconmensurabilidad entre el misterio de la existencia y la comprensión humana. Sentido y sinsentido son meramente rótulos humanos que sirven para brindarnos un sentido de la dirección razonablemente válido.

La investigación científica termina estableciendo que el arquetipo del Sí-mismo alcanza su objetivo en cada vida individual. En una individuación natural lo hace aunque el mundo del inconsciente permanezca en la penumbra y sin que se haya visto ni siquiera una sola imagen arquetípica, menos aún que haya sido comprendida con todas sus consecuencias.

Una experiencia de sentido sin contar la de la fe viva – proviene únicamente de una profundización de la realidad exterior a través del reconocimiento de su esencia númine. La vida que tan sólo sucede para y por sí misma no es una vida real: sólo es real cuando se hace conocida, comprendiendo aquí la vida real como vida con un sentido. Al tornarse consciente de sus conexiones e imágenes trascendentales y al experimentar su cualidad númine, se tiene una vaga idea de las facultades que operan en forma autónoma detrás del accionar y del ser, creando un orden en la vida de cada uno, así como detrás de hechos aparentemente fortuitos. Es así como el individuo experimenta, o intuye, cuán vasto es el nexo de la vida y la meta que se esfuerza para alcanzar, sin importar si esto debe interpretarse como sentido o sinsentido y sin importar si cualquiera de estas interpretaciones es o no buscada. Jung buscó de hecho una interpretación, intentando crear el sentido, aunque plenamente consciente de las limitaciones de cada interpretación. Como médico se vio enfrentado una y otra vez con la necesidad de interpretar el sentido: El hombre puede vivir las cosas más asombrosas si estas tienen sentido para él. Pero la dificultad se encuentra en crear ese sentido.

Aunque el hombre esté plenamente consciente de los límites impuestos por la teoría del conocimiento, la morada interior y revelación del arquetipo númine del Sí-mismo constituye una experiencia que puede tener graves consecuencias. El peligro de confundir la individuación con convertirse en un hombre dios o un súper hombre es demasiado evidente. Las consecuencias trágicas o grotescas de este error de comprensión pueden evitarse tan sólo si la personalidad del ego es capaz de llegar a un acuerdo con el Sí-mismo, sin perder de vista la realidad de las limitaciones humanas y la cualidad de ser criaturas corrientes. El Sí-mismo en su divinidad (verbigracia, el arquetipo) puede tornarse consciente sólo dentro de nuestra consciencia. Y puede hacerlo sólo si el ego está plantado con firmeza. El Sí-mismo debe llegar a ser tan pequeño como el ego e incluso más pequeño que éste – aunque sea el océano de la divinidad: Dios es tan pequeño como yo, dice Angelus Silesius. Debe volverse el pulgarcito en el corazón, escribió Jung en una carta (Septiembre de 1943) al explicar la paradoja de realizar el Sí-mismo. El Sí-mismo es la extensión inconmensurable de la psique y al mismo tiempo su esencia más recóndita. El pulgarcito en el corazón es una alusión a la naturaleza infantil de la divinidad. Es el purusha indio, más pequeño que lo pequeño, más grande que lo grande. También Cristo es venerado como gobernante del mundo y como niño.

El proceso de individuación requiere una confrontación despiadadamente honesta con los contenidos del inconsciente y esto es suficiente para enfriar cualquier ataque de ebullición. Guarda numerosas penumbras y conocimientos dolorosos que conducen a la modestia. No obstante, cualquiera que mire con desdén a los no iluminados o que predique verdades se ha vuelto víctima de su propia estupidez. Ha identificado su ego con los contenidos del inconsciente. El término psicológico para esto es inflación. Va desde más o menos la pomposidad inocua a la completa extinción del ego en la imagen configurada por el inconsciente.

La individuación sigue su curso de manera significativa sólo en nuestra existencia cotidiana. La aceptación de la vida tal como es, de su banalidad, su cualidad de extraordinaria, el respeto por el cuerpo y sus exigencias, son un prerrequisito para la individuación al igual que la relación con el prójimo. Cuanto más persistente se torna la cualidad espiritual del Sí-mismo, más se amplía la consciencia a través de la integración de contenidos psíquicos, y más profundamente debe el hombre afirmar sus raíces en la realidad, en la propia tierra, en el cuerpo, y con mayor responsabilidad vincularse con los seres más cercanos y queridos y al entorno, porque el aspecto mundano del arquetipo y sus cualidades instintivas también deben verse realizadas.

Así, la individuación puede ir en dos direcciones típicas aunque opuestas. Si el aspecto espiritual de la totalidad es inconsciente y por tanto indiferenciado, el objetivo es ampliar la consciencia a través de una mayor comprensión de las leyes que sostienen la cordura de la psique. Es cuestión de sacrificar al hombre primitivo e irreflexivo en nosotros mismos. Si, por otro lado, la consciencia se ha alienado de los instintos, entonces el aspecto mundano de la totalidad ya está configurado y es cuestión de aceptar la realidad y trabajar sobre ella, de restablecer una conexión con la naturaleza y el prójimo. En el caso del hombre moderno esto requiere con frecuencia el sacrificio de un intelectualismo parcial.

Ambas direcciones corresponden a situaciones arquetípicas en todos los niveles de la cultura, razón por la cual aparecen como variantes constantemente recurrentes en el simbolismo de los mitos y los cuentos de hadas. En ocasiones la tarea del héroe es conquistar un animal o dragón (instinto) para poder obtener el tesoro (el sí-mismo). Y otras veces su tarea es proteger y nutrir a la bestia con riesgo de su propia vida, a partir de lo cual ésta le ayudará en la búsqueda del tesoro.

La meta de la individuación, la realización del Sí-mismo, jamás se alcanza plenamente. Al trascender la consciencia, el arquetipo del Sí-mismo nunca puede ser aprehendido en su totalidad y debido a su infinitud tampoco es posible vivenciarlo completamente en la vida real. La individuación exitosa jamás es absoluta, sólo es un logro óptimo de integridad. Sin embargo es justamente la imposibilidad de esta tarea la que la hace tan significativa, escribió una vez Jung en relación a este tema. Una tarea posible, es decir, que tiene solución, nunca apela a nuestra superioridad. Eso provoca la individuación en el hombre, pues éste no está a su altura. Apela a nuestra superioridad y es quizá eso todo lo que se precisa. Puede haber tareas que puedan resolverse mejor con inferioridad que con superioridad. En tanto mi superioridad no esté en peligro absoluto, una parte de mí permanece intocada por la vida. Jung vuelve sobre el tema en La Psicología de la Transferencia: La meta (de la individuación) es importante sólo como una idea. Lo esencial es el opus que conduce a la meta: ése es el objetivo de una vida. Debido al impulso del Sí-mismo hacia la realización, la vida aparece como una tarea de orden supremo y allí yace la posibilidad de interpretar su sentido, lo que no excluye la posibilidad de la derrota.




La integración del Sí-mismo está ligada, como toda la vida, a las carreras individuales y cada carrera está cargada con un destino y un objetivo individual. El arquetipo del Sí-mismo infinito e incognoscible asume una forma específica y única en cada ser y la tarea, la meta de la individuación, radica en alcanzar el destino y la vocación propias. La vocación actúa como una ley de Dios de la cual no existe escapatoria. En la realidad es un aspecto del Sí-mismo, esa totalidad paradójica que es a la vez eterna y única.

El aspecto eterno del Sí-mismo se concreta en la imaginería del inconsciente mediante símbolos impersonales: figuras geométricas o estereométricas (triángulo, cuadrado, círculo, cubo, esfera, etc.), números o grupos de números, luz y fenómenos cósmicos, objetos sagrados, y también mediante abstracciones (lo incognoscible). El aspecto individual único está representado en cambio por figuras sublimes, incluso divinas, del mismo sexo con rasgos bastante definidos, y con menor frecuencia mediante una voz interior. No es necesario decir que esto no constituye una regla invariable y que existen combinaciones o superposiciones de uno y otro grupo.

Jung utilizó los términos Sí-mismo y totalidad tanto para el arquetipo no simbólico, trascendental, como para la entelequia del individuo. Además de la expresión Sí-mismo como una entidad colectiva, infinita e inaprensible también se encuentra el él mismo o ella misma, en el sentido de la peculiaridad específica de ese individuo; y además del término indefinido o general totalidad, también está el específico totalidad del soñador, etc., de la misma manera que en el lenguaje corriente hombre no sólo se refiere a un hombre individual sino a la totalidad de la especie.

El uso en ocasiones confuso del Sí-mismo en este doble sentido está dado en el plano psicológico por su función de unir opuestos. En Aion Jung compara el arquetipo de la totalidad con la figura dogmática de Cristo, quien como personaje histórico es unitemporal y único; como Dios, es universal y eterno. Lo mismo puede decirse en el ámbito de lo psicológico: El Sí-mismo como la esencia de la individualidad es unitemporal y único; como símbolo arquetípico es una imagen de Dios y, por tanto, universal y eterno. Por esta razón los conceptos destino y objetivo, o entelequia y Sí-mismo se fusionan: uno contiene al otro.

La consciencia experimenta al Sí-mismo en ambos aspectos: como un símbolo universal y eterno y como la expresión más acabada de esa combinación irrevocable denominada individualidad. Sin embargo, incluso esta singularidad incomparable jamás puede lograrse plenamente, continúa siendo la tarea y la meta de la individuación.

Orden Histórico y Orden Eterno

Aunque la distinción entre la naturaleza individual y universal del Sí-mismo no está consistentemente desarrollada en la obra de Jung y quizá no pueda estarlo, sí diferencia rigurosamente entre la personalidad del ego y el Sí-mismo transpersonal. Son los grandes antagonistas en el drama de la individuación.

Jung cuenta en sus memorias cómo gradualmente tomó consciencia de la naturaleza antitética del ego y el Sí-mismo. Para diferenciarlos entre sí, llamó a su ego con todas sus limitaciones como ciudadano, doctor y paterfamilias – Personalidad N 1, en tanto la Personalidad N 2 representaba un factor eterno que lo influenciaba desde un mundo transpersonal, que ya desde niño había vivenciado como una personalidad superior, un anciano de gran autoridad que se le aparecía bajo diversas apariencias y también como una voz interior.N 1 y N 2 son nombres suficientemente modestos considerando su contenido, sin embargo Jung podría haber afirmado con todo derecho que ya había descrito estos dos factores o figuras en su trabajo científico. Asimismo, ponía mucho cuidado de no utilizar palabras portentosas; en lo que a él se refería, los números eran de por sí suficientes.

Era natural que esto provocara malentendidos. En la actualidad, el conocimiento del mundo interior y la existencia de un Sí-mismo que trasciende a la consciencia, o personalidad superior, han quedado sepultados en el olvido y el individuo está indefenso y perplejo ante cualquier experiencia psíquica de una esencia infinita del ser. El mundo objetivo, todo lo mensurable, fascina y esclaviza, en tanto lo irracional, lo que se dirige al interior, lo trascendental, continúa siendo negado o pasado por alto. La vida ya no apunta más allá de sí misma. Y sin embargo, la afirmación de que el hombre participa de dos realidades consciente e inconsciente, ego y Sí-mismo, historia y eternidad, lo personal y lo transpersonal, lo sagrado y lo profano, existencia y esencia – evidencia el conocimiento interior que aparece una y otra vez a lo largo de la historia humana y que, nuevamente, pasa al olvido. La mayoría de las religiones, la cristiandad incluida, se dirigen al hombre interior, espiritual, inmortal, cuyo reino no es de este mundo y sin embargo se torna realidad en este mundo.

El entrelazamiento de la realidad consciente e inconsciente, profana y sagrada, es una parte integral de la experiencia de la totalidad humana y por esta razón las conexiones entre la psicología y la religión se convirtieron para Jung en el punto de partida para su creación del sentido. Reconociendo la naturaleza dual arquetípica del hombre, la psicología junguiana se une a la teología de Paul Tillich, quien también establece en el hombre dos órdenes de ser diferenciados: un orden histórico, que es esencialmente el orden del crecimiento y la muerte y otro que es la Palabra de Dios y eterno. El hombre trasciende todo lo que atañe al orden histórico, todas las alturas y profundidades de su existencia. A diferencia de todos los demás seres, traspasa los límites de su propio mundo. Participa de algo infinito, de un orden que no es efímero. Los dos órdenes del ser, el histórico y el divino, se pertenecen mutuamente. Aunque jamás pueden ser idénticos, están entrelazados. El orden eterno se manifiesta en el orden histórico, lo que en psicología es lo mismo que decir que el Sí-mismo se revela en el mundo de la consciencia.

El hombre se trasciende a sí mismo, continúa Tillich, al entrar en un orden eterno que siente como divino; en términos psicológicos, está anclado en el inconsciente y penetra con su consciencia cada vez más en este ámbito oculto del numen. Por su parte, el orden divino se revela en dirección opuesta. Aunque es eterno, infinito inaprensible, surge como la Palabra de Dios a partir de la realidad trascendental, hacia la vida restringida e histórica del hombre. De manera similar, el inconsciente se vierte a la consciencia, vivenciándose en forma de contenidos y figuras arquetípicas númines, cuanto más se realice el arquetipo trascendental del Sí-mismo en el hombre y su vida. Consciente e inconsciente, ego y Sí-mismo, se colocan en la misma relación dinámica y recíproca como los dos órdenes del ser de Tillich: existe una interpenetración, pero no son idénticos.

La experiencia de la naturaleza dual del hombre no es desconocida para la gente pensante en la actualidad. Hermann Hesse, Eugene ONeill, Julian Green y otros, por no hablar de los surrealistas, muestran al hombre llevando una extraña doble vida en el límite entre lo terrenal y lo divino, lo temporal y lo eterno, la naturaleza y el sueño. En las memorias de su infancia, Sartre también ofrece un relato de su naturaleza dual; sin embargo, y de acuerdo con su filosofía, permanece fijado en el mundo profano. Una vez interrumpe la historia de sus fantasías sobre su propia grandeza e importancia como un famoso escritor con la siguiente reflexión: La fe, incluso cuando es profunda, jamás es completa. Debe ser sostenida ad infinitum o, al menos, preservada de la destrucción. Yo era consagrado y famoso, tenía mi tumba en el cementerio de Père Lachaise y quizá un panteón. Tenía mi avenida en París y callejuelas y plazas en las provincias y en el exterior; sin embargo, en el mismo corazón de mi optimismo retenía una sospecha invisible y anónima de mi falta de solidez. En el hospicio de Sainte-Anne un hombre enfermo gritaba desde su lecho: Yo soy el Príncipe! Pongan al Gran Duque bajo arresto. Alguien se le acercó y murmuró: Límpiese la nariz, y él lo hizo. Le preguntaron: Cuál es su oficio? y replicó quedamente: Zapatero y comenzó a gritar nuevamente. Imagino que todos somos como aquel hombre; por cierto yo era como él cuando cumplí nueve años: era príncipe y zapatero.

Sin embargo, en lo que respecta al sentimiento por la vida y la experiencia del sentido, existe una tremenda diferencia entre trasladar la naturaleza dual del hombre al plano social y secularizarla, como sucedió con Sartre, o cubrir la distancia inconmensurable entre las polaridades divinidad y humanidad, eternidad e historia, sueño y realidad.

Libertad y Esclavitud

El proceso de individuación es una progresiva realización de la totalidad en la vida y asume la forma de una confrontación entre consciente e inconsciente, ego y Sí-mismo. En esta confrontación el ego parece en un principio ser el perdedor.

Originalmente surgido del Sí-mismo, el ego se coloca frente al Sí-mismo como aquello que es movido con respecto al que mueve, o como el objeto al sujeto, porque los factores determinantes que irradian del Sí-mismo rodean al ego por todos los costados y por tanto están antes que él. En una ocasión Jung habló en efecto de la pasión del ego, pues en la individuación el sino de la personalidad del ego es ser absorbida en el círculo mayor del Sí-mismo y verse privada de sus ilusiones de libertad. El ego, y por extensión el individuo, sufre, por así decirlo, de la violencia perpetrada por el Sí-mismo. Así, la individuación es siempre tanto una fatalidad como un logro.

Teniendo en cuenta el peso del Sí-mismo, la individuación puede considerarse sólo como un proceso determinista: un vago presentimiento parece reinar sobre él. No obstante ése es sólo un aspecto del cuadro, pues el ego persiste en su papel de centro de consciencia. A pesar de su dependencia manifiesta del Sí-mismo, retiene un inalienable sentido de libertad que es la precondición de dignidad humana y la base necesaria para la responsabilidad moral. Por sobre todas las cosas, el ego es el vehículo de toda la experiencia: sin él, la individuación no podría convertirse en realidad, pues no seríamos conscientes de nada o nadie sobre quien individuar.

En este sentido, el Sí-mismo está en una posición de dependencia relativa del ego: el ego lo crea, por así decirlo, mediante la realización consciente de contenidos inconscientes. Discierne las imágenes del Sí-mismo en sueños y sus configuraciones en la vida, y a través de su observación y la aceptación de lo observado eleva al Sí-mismo de la obscuridad del inconsciente hacia la luz de la consciencia.

Antes o después, la verdadera individuación requiere del individuando una voluntad de renunciar a los reclamos de su personalidad del ego a favor del Sí mismo como autoridad superior y renunciar a ellos sin estafarse a sí mismo. La individuación siempre implica un sacrificio, una pasión del ego. No obstante, no significa dejarse llevar pasivamente: es una auto entrega consciente y deliberada que prueba que se tiene pleno control sobre uno mismo, es decir, sobre el ego. Sin embargo, es el Sí-mismo el que impulsa esta auto-entrega voluntaria o libre, en su esfuerzo por evolucionar y realizarse. La personalidad más sumaria pone al ego a su servicio; el ego se convierte en el representante y ejecutor del Sí-mismo en el mundo de la consciencia.

La relación recíproca entre ego y Sí-mismo, o entre hombre y Sí-mismo, subyace al dicho paradójico de los alquimistas de que la piedra filosofal símbolo del Sí-mismo – es tanto hijo como padre. Hasta cierto punto creamos el Sí-mismo al tomar consciencia de los contenidos inconscientes y en ese sentido es nuestro hijo. Es por ello que los alquimistas llamaron a su substancia incorruptible que significa precisamente Sí-mismo – el filius philosophorum. Sin embargo, nos vemos forzados a realizar este esfuerzo por la presencia inconsciente del Sí-mismo, que todo el tiempo nos impulsa a sobreponernos a nuestra inconsciencia. Desde ese punto de vista, el Sí-mismo es el padre. Para expresarlo con otra imagen: la totalidad del hombre, originalmente oculta y cautiva en el inconsciente prueba ser una prisión real durante la individuación, aunque abarcadora. El descubrimiento de su cautiverio horrorizará a aquellos de mente estrecha, pero el hombre que es grande por dentro sabrá que el tan esperado amigo del alma, el inmortal, ha llegado por fin, para poner en cautividad al cautiverio (Efesios 4:8).

La relación entre el ego y el Sí-mismo y su dependencia mutua enfrentan a la psicología de la individuación con la perenne pregunta de la libertad. Sin libertad, la individuación sería un mecanismo sin sentido, que no vale ni el esfuerzo ni la idea. Sería, en palabras de Jung, fatalidad y no logro. A la inversa, perdería todo significado si hubiera libertad plena, pues entonces podría ir tanto en una dirección como en otra. No se precisaría ninguna decisión, ni criterio, ni meta. Como con todas las preguntas que bordean lo trascendental, la única respuesta que puede dar la psicología es una antinomia: el hombre es libre y no lo es.

No es libre de escoger su destino, pero su consciencia lo hace libre de aceptarlo como una tarea que le impone la naturaleza. Si asume la responsabilidad de la individuación se somete voluntariamente al Sí-mismo; en lenguaje religioso, se somete a la voluntad de Dios. Sin embargo, la sumisión no hace desaparecer la sensación de libertad. Por el contrario, sólo sacrificándola justifica su libertad y ratifica su responsabilidad por sus acciones y decisiones. El sacrificio constituye una afirmación de la tarea que le impone la vida. Conduce al hombre más allá de sí mismo y así puede desembocar en una auténtica experiencia de sentido. Unos pocos meses antes de su trágica muerte (18 de Septiembre de 1961) Dag Hammarskjöld escribió en su diario: No sé quién o qué – hizo la pregunta, no sé cuándo fue hecha. Ni siquiera recuerdo haberla respondido. Pero en algún momento contesté sí a alguien o algo – y desde aquella hora estuve seguro de que la existencia tiene sentido y que, por tanto, mi vida tenía un objetivo en la auto entrega.

El hombre es libre de ampliar su consciencia. A diferencia de los animales y las plantas, no es sólo parte de la naturaleza sino que es creado como un ser que goza de espíritu. Sólo el hombre se pregunta acerca de Dios. Único en la creación, se ha independizado en gran medida del dominio de la naturaleza y sus instintos. Su consciencia sabe del bien y del mal y, debido a que posee consciencia de sí mismo, tiene la libertad de decidir. Sin embargo ése es tan sólo un aspecto de él, pues su vida, sus acciones e ideas están moldeadas por los arquetipos, y el impulso de conquistar el inconsciente es innato en el Sí-mismo preexistente. El hombre se realiza a sí mismo como exponente de este último y se realiza a sí mismo también como una personalidad del ego autónoma que crea sentido y consciencia de sí. Para decirlo con otras palabras: el Sí-mismo lo condena a la esclavitud y lo destina para la libertad.

Paul Tillich se refiere a esta situación cuando habla de la inevitabilidad de la libertad. En todo momento, ya sea que actuemos o no, estamos obligados a decidir en desacuerdo con la propia naturaleza. Por ende hay una exigencia de libertad que causa el más profundo desasosiego en nuestro ser todo él se siente amenazado por ésta, pues no dará lo mismo una u otra decisión. La necesidad de decidir pende como una amenaza sobre la existencia, nada ofrece, ninguna certeza, ni siquiera ahora – la ortodoxia, la piedad o la verdad religiosa. En esta indefensión radical, sin salvaguardias, ante la situación límite de libertad inevitable, Tillich ve el auténtico sello distintivo del protestante.

El hombre también está condenado a la libertad en el mundo existencialista de Sartre. La libertad pende sobre él como una sentencia. Es su propio maestro, condenado a crearse a sí mismo. Estoy condenado a no tener otra ley que la propia (Las Moscas). Para el existencialismo no existe ningún agente fuera del mundo de la consciencia, ningún Dios al que el hombre pueda someterse, no hay un Sí-mismo que lo destine para la libertad. Al final es arrojado una vez más sobre sí mismo, sobre su ego: como ego se crea a sí mismo. Encuentra su vocación en su inseguridad y en la condena a lograr la libertad. De acuerdo con Tillich, el coraje para la libertad es el coraje de la desesperación, en el que sin embargo se atisba la posibilidad de conquistar por fin el miedo a la vida.

Desde el punto de vista psicológico, todo esto deja de lado el hecho complementario de que el hombre es una personalidad del ego que se origina a partir del Sí mismo trascendental, que todo el tiempo vive en virtud de la conexión de su ego con su origen númine, ya sea que lo sepa o no. Las palabras de Jung No soy yo quien me crea a mí mismo; más bien le ocurro a mí mismo, colocan al Sí-mismo como si existiera a priori. Sea conocido o desconocido, es el operador oculto detrás de nuestras vidas. En lenguaje religioso de los antiguos: sea o no llamado, confirmado o negado, el Dios estará presente. Ni siquiera siendo libre puede el hombre escapar a que el Sí-mismo le marque el destino, pero la posibilidad de una experiencia de sentido yace en reconocer su impronta. Entonces su vida se torna transparente para el impresor oculto.




La libertad y la esclavitud acompañan y condicionan la historia evolutiva del hombre. Su consciencia ha aumentado en forma considerable en alcance desde su primer despertar y ha adquirido un fuerte sentido de libertad. Debido a su iluminación racional, la tecnología y el conocimiento científico, el hombre civilizado es mucho más libre que el así llamado primitivo, que permanece cautivo aunque también resguardado por la naturaleza y la inconsciencia. La consciencia, que se ha expandido a lo largo de los milenios, es el premio supremo de la evolución, en gran medida por el sentido de libertad que otorga. Sin embargo, el precio a pagar no es pequeño, pues con la mayor consciencia de sí y sentido de la libertad, la seguridad original y la confiabilidad en el instinto se han perdido. El hombre se alienó de la naturaleza, su consciencia olvidó su origen en el inconsciente y esta parcialidad se convirtió en una fuente de violaciones del instinto que llevaron a la aberración, el sufrimiento y una vez más a la esclavitud. Asimismo, su dependencia original de las fuerzas salvajes de la naturaleza fue reemplazada por una creciente dependencia de la política, la industria y la tecnología, con el resultado de que el hombre moderno, pese a toda su libertad, es incapaz de resistirse a la influencia sugestiva de los movimientos de masa y sucumbe ante ellos con demasiada facilidad.

La sobre-valoración parcial de la consciencia racional y de un mundo dominado por el ego, así como la corrupción del instinto, constituyen el origen de numerosas neurosis y enfermedades psíquicas en el hombre moderno. Por ello, el respeto por la experiencia psíquica y un conocimiento de la misma se convierten en necesidad imperativa. Una de las tareas de la individuación para el hombre moderno es reconocer que su existencia autónoma, que se cree tan superior y que sin embargo es tan sugestionable, depende de las condiciones sociales externas y está determinada por factores psíquicos internos, reteniendo a pesar de este descubrimiento – su sentido de responsabilidad y libertad. La personalidad consciente, obedeciendo a su destino individual, es el único baluarte contra los movimientos de masa de la sociedad moderna. Allí yace el sentido social de la individuación.

Aniela Jaffé

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