lunes, 23 de mayo de 2011

AMOR

extraido de Educación y condición humana, Juan Miguel Batalloso Navas

  • «…El amor es la capacidad de vivir el presente. De vivir con atención y respeto cada momento del presente. Ésta es una misión, una tarea, un trabajo, que no está solamente reservado a los sabios y a los profetas. Es el ejercicio de nuestra vida cotidiana…» Jean-Yves Leloup
Dice Humberto Maturana que aprender es lo mismo que convivir, en cuanto que todo aprendizaje es «la transformación que tiene lugar en la convivencia, y consiste en vivir el mundo que surge con el otro» y si al mismo tiempo «…el amor es el fundamento de lo social…» (MATURANA, H.; 1996: 244 y 238) es obvio que todo aprendizaje humano, toda acción educativa es siempre, como nos enseña también Paulo Freire11, una acción ontológicamente constituida y fundada a partir de y en el amor.
Si el aprendizaje es pues fruto de la convivencia y es ésta la que produce las transformaciones gracias al amor, podemos entonces establecer que aprender y enseñar la condición humana es en realidad lo mismo que aprender y enseñar a amar. Y es que el amor es realmente el fenómeno más genuinamente humano en cuanto nos inscribe y nos impulsa a un proceso permanentemente inacabado de humanización (CUSSIANOVICH, A.; 2007: 59). Un proceso que es también un misterioso, inabarcable y complejo conjunto de acciones en las que nuestra conciencia se despliega y expande desde lo puramente desde impulsivo y egocéntrico hasta lo más planetario y universal. Es por el amor y en el amor como nos hacemos humanos, por ello la educación como fenómeno humano, es tanto más auténtica en la medida en que está más fundada ontológica, epistemológica y metodológicamente en el amor como vivencia y experiencia central de todas las dimensiones y facetas de nuestra existencia.
¿Son nuestras instituciones educativas y sociales estimuladoras y propiciadoras de ese fenómeno emocional y misterioso que funda lo humano y que conocemos como amor? ¿Qué debemos y podemos hacer para que este componente sustancial y transversal de la condición humana pueda ser aprendido y enseñado en todo tipo de instituciones sociales, educativas formales e informales? ¿Hacia dónde dirigir nuestros primeros pasos con el fin de hacer de la educación un permanente proceso de aprendizaje del amor? ¿Qué necesitaríamos desaprender? ¿Qué lastre deberíamos soltar?
Como dice Maturana, el amor es la emoción que constituye lo social en cuanto que es el que permite crear espacios de reconocimiento y aceptación mutua, por ello el aprendizaje de

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11 «…La educación es un acto de amor, un acto de valor. No puede temer el debate, el análisis de la realidad; no puede huir de la discusión creadora; bajo pena de ser una farsa…» (FREIRE, P.; 1976: 93) «…No es posible la pronunciación del mundo, que es un acto de creación y recreación, si no existe amor que lo infunda. Siendo el amor fundamento del diálogo, es también diálogo. De ahí que sea, esencialmente, tarea de sujetos y que no pueda verificarse en la relación de dominación. En ésta, lo que hay es patología amorosa: sadismo en quien domina, masoquismo en los dominados. Amor no. El amor es un acto de valentía, nunca de temor; el amor es compromiso con los hombres. Dondequiera exista un hombre oprimido, el acto de amor radica en comprometerse con su causa. La causa de su liberación. Este compromiso, por su carácter amoroso, es dialógico…» (FREIRE, P.; 1975: 106)
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la convivencia es sin duda también un aprendizaje del amor. Pero al mismo tiempo, el conocimiento no es algo que adquirimos mediante la acumulación y el consumo de información, sino que es más bien una emergencia de procesos interactivos y reconstructivos de carácter social en los que el amor es a la vez el medio y el mensaje, o si se prefiere el humus o alimento que nutre y mantiene siempre abiertas y acogedoras las puertas de acceso a los espacios de construcción del conocimiento. E incluso más, porque en el fondo, toda pedagogía del amor «…se inscribe en la ruptura epistemológica que se opera frente a la razón, la racionalidad, el conocimiento y la ciencia entendida como desprovista de componentes del orden de la subjetividad y de la incertidumbre…»(CUSSIANOVICH, A.; 2007: 93).

Siguiendo con Maturana, el amor es sobre todo un fenómeno biológico propio de las relaciones y de la convivencia que en los mamíferos nace a partir de la relación entre madre e hijo en la que se produce una aceptación y un cuidado incondicional. Por ello toda distorsión, insuficiencia o degeneración de esta emoción central de la convivencia que es el amor, está en la base no sólo de cualquier enfermedad, sino también en las dificultades y obstáculos para un auténtico aprendizaje. En consecuencia, para comprender y desarrollar los procesos educativos, de construcción de conocimiento y de enseñanza-aprendizaje, es necesario partir del amor, como un fenómeno biológico y/o como una necesidad vital.
Desde una perspectiva más psicológica que biológica, es igualmente un hecho verificable, que lo más profundo no es ni la inteligencia ni la voluntad, ya que la estructura última del ser humano es el afecto, su capacidad de emocionarse, de sentir. Lo más profundo es el “pathos” y no el “logos” y es en el “pathos”, en nuestra capacidad de sentir, donde encuentra su raíz el amor, donde surge la energía que nos mueve a la acción. De aquí se deduce igualmente, que el amor no es sólo la vía para aprender a conocer y aprender a ser, sino que es también la fuente para aprender a comprometerse, a responsabilizarse y a vivir coherentemente con los valores que hemos elegido y asumido: es el amor, son los afectos, los que constituyen el motor principal de la ética. (BOFF, L.; 2002 y 2008).
No se trata pues de enseñar valores, ni de transmitirlos, ni mucho menos de publicitarlos como si fuesen la nueva moda de consumo educativo mercantil, sino sencillamente de vivirlos como fundamento sustancial y nutridor de nuestra propia vida. Y esto supone también, integración, síntesis y ecología de los saberes «…Educar no solamente para el desarrollo de las inteligencias y del pensamiento, sino sobre todo para la evolución de la conciencia y del espíritu sin reprimir o negar la experiencia de comunión, la experiencia del corazón, la experiencia del espíritu y la experiencia de lo sagrado, reprimidos durante siglos en nombre de algo que en el mundo moderno llamamos ciencia…» (MORAES, M.C.; 2003: 71)
A partir de estos presupuestos, además de la fundamentación epistemológica, sociológica y pedagógica del curriculum, habría que ir pensando y concretando una nueva fundamentación epistemopática que ponga en valor la transcendencia educativa de las relaciones y vínculos afectivos y la centralidad del amor como fenómeno biológico y psicológico que funda lo social y hace emerger el conocimiento y el aprendizaje. Necesitamos pues integrar el Logos (razón), con el Pathos (sentimiento) y con el Eros (Amor) como dimensiones integrantes de nuestra misteriosa complejidad antropobiocósmica, para que a partir de nuestra mirada compleja podamos realmente, no sólo comprender, sino también aprender y enseñar nuestra más auténtica condición.

La conducta humana se ve demasiado a menudo atrapada en reacciones automáticas condicionadas, lineales, dualistas e impulsivas, ignorando que en nuestro interior habitan enormes posibilidades de acción, intervención y transformación. Por ello necesitamos desaprender, desidentificarnos, deconstruirnos, liberarnos de nuestros condicionamientos y apegos, de nuestras añadiduras y programaciones, un camino de autoconocimiento que nos llevará de una forma natural y espontánea al amor, porque como dice Anthony de Mello, el amor no es sólo un actitud o una disposición a la bondad y a la generosidad, no es sólo una emoción, sino también una nueva forma de ver las cosas, las personas y las relaciones: «…el más excelso acto de amor que puedes realizar no es un acto de servicio, sino un acto de contemplación, de visión (…) porque la familiaridad produce rutina, ceguera y aburrimiento. No puedes amar lo que no eres capaz de ver de un modo nuevo. No puedes amar lo que no eres capaz de estar constantemente descubriendo…» (DE MELLO, A.; 1991: 46). No es posible pues, conocer, aprender, enseñar y educarnos sin la intervención del amor como una singular forma de curiosidad y de enfoque.
Educar para, con y en el amor, no puede formalizarse ni constituirse entonces como una disciplina curricular, ni tampoco como una dimensión transversal siquiera, sino más bien como la esencia misma de la educación que incluye autoconocimiento, desarrollo de las inteligencias y transformación de la realidad con el fin de restaurar y equilibrar la necesaria armonía con nosotros mismos y con nuestro medio natural y social. Y con esto no queremos decir que el pensamiento analítico, riguroso, científico y con pretensiones de objetividad no continúe siendo indispensable, sino que simplemente es del todo insuficiente y radicalmente incompleto. Religar los saberes, armonizar las inteligencias, mezclar aprendizajes prosaicos y utilitarios con aprendizajes poéticos y transcendentes, sintetizar y armonizar ciencia y conciencia, integrar lo sagrado y lo profano, situando siempre al amor como la raíz y el fundamento de la más perenne de las sabidurías, son procesos que se constituyen en tareas fundamentales e indispensables para el aprendizaje de la condición humana.
Necesitamos una nueva mirada, una nueva forma de ver, comprender y relacionar los hechos humanos que vaya más allá de lo puramente epistemológico entendido como construcción lógica o exclusivamente cognitiva, sobre todo porque en la raíz de todo conocimiento se encuentran las emociones y ni la educación, ni el curriculum, ni la didáctica pueden olvidarse de ello. Nos hace falta una mirada epistemopática, es decir, una mirada basada en los afectos, en los sentimientos, en el cariño, en el amor, ya que es a través de los sentimientos y especialmente de la calidez afectiva, de la aceptación incondicional, del cuidado, acogimiento, ternura, comprensión, empatía y sensibilidad como únicamente podemos acceder al conocimiento vivo que procede de la experiencia y nos lleva al descubrimiento e integración de diferentes niveles de realidad.
Esta nueva mirada amorosa del fenómeno educativo y del aprendizaje de la condición humana, más que algo enteramente nuevo, es en realidad una acción consciente de rescate y recreación, sobre todo porque los sentimientos, las emociones, el cuidado, la ternura y el amor incondicional forman parte integrante y constitutiva de los saberes más transversales y tradicionales de la cultura femenina y matríztica, una cultura por cierto, siempre opuesta a la agresión, la competitividad, la violencia, las jerarquías y la guerra y siempre abierta a la escucha, al diálogo, al servicio, al cuidado y a la vida.
Como dice Carlos Naranjo, para sanar nuestra civilización y en nuestro caso para enseñar y aprender la condición humana, necesariamente tenemos que luchar contra toda forma de
patriarcado, una lucha que no es violenta sino pacífica y amorosa, que no es dictada exclusivamente por la necesaria superación de las condiciones manifiestas de desigualdad y marginación en las que viven la mayor parte de las mujeres del mundo, sino por las esencias mismas de la vida y de la condición humana. Recuperar, restaurar, valorar y realizar nuestro lado femenino, nuestro lado sensible, afectivo y cuidadoso se sitúa así en una de las tareas más transcendentales de la educación de nuestro tiempo, tarea que nos permitirá no sólo disminuir nuestro sufrimiento, sino también desarrollarnos humanamente de un modo más pleno y satisfactorio.
Retomando aquí las bellas y sabias palabras de Erich Fromm en su clásica obra «El arte de amar», el aprendizaje del amor es en realidad un proceso total y permanente que caracteriza, atraviesa y da sentido a la existencia humana, un proceso que no se desarrolla como algo puramente espontáneo e instintivo, sino que necesita de aprendizaje, de esfuerzo, de ejercitación y de evaluación permanente en todos los ámbitos y situaciones de nuestra vida. De ahí que el amor, es en realidad un arte, es decir, una tarea en la que se condensan valores, sensaciones, expresiones, transcendencias y emociones en las que bondad, belleza y verdad se concretan en acciones, relaciones, vivencias, experiencias, expresiones y creaciones. Una experiencia en suma, plenamente transdisciplinar, porque integra diferentes niveles realidad, produce emergencias creadoras y productoras de vida que están más allá de lógicas duales y sobre todo, están más allá de lo puramente físico ya que nuestros sentidos no son más que puertas abiertas a nuestra capacidad de procesamiento, de integración y de construcción de conocimiento.
De aquí se deduce, siguiendo a Fromm, que si bien el aprendizaje de cualquier arte requiere de disciplina, concentración, paciencia, motivación suprema y realización de actividades directas e indirectas para su ejercicio (FROMM, E.; 1969: 80-82), el complejo aprendizaje del arte de amar, no solamente exigirá de las mismas cualidades y principios, sino que además requiere de otras tareas y capacidades más genuinas. Aprender a amar exige pues sensibilidad, generosidad, fe racional, coraje y valentía para asumir riesgos y sobre todo una actitud activa y productiva orientada a crear vida y a hacer emerger aquello que se resiste a ser negado, vaciado o eliminado por actitudes y conductas necrófilas propiciadoras de muerte y destrucción.
Obviamente, aprender a amar no es algo que pueda hacerse mediante la lectura de libros o la realización de cursos o seminarios, porque el amor y la condición humana es algo que se aprende y se enseña en la atmósfera que se crea en el fluir de las relaciones, impregnando, coloreando y alimentando nuestros recursos y potenciales de actividad y afectando así a la totalidad de todo nuestro ser y de nuestra vida cotidiana. Esta es la razón también del hecho, que profesoras y profesores, por muy eruditos y cualificados que sean en sus disciplinas, si no expresan, irradian y ofrecen amor no podrán jamás enseñar nada, ya que en el fondo, todo profesor siempre y únicamente enseña lo que es, enseñamos lo que somos y explicamos, o informamos solamente de aquello que creemos que sabemos en forma de ideas o conceptos12.
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12 Sobre esté importantísimo punto y la transcendencia de prefigurar en nuestra conducta, el modelo anunciado en el discurso, vale la pena traer aquí las sabias palabras de Erich Fromm: «...Las ideas no influyen profundamente en el hombre cuando sólo se las enseña como ideas y pensamientos. Por lo común, cuando se las presenta de tal manera, hacen cambiar a otras ideas; nuevos pensamientos toman el lugar de los antiguos; nuevas palabras toman el lugar de las antiguas. Pero todo lo que ocurre es un cambio en los conceptos y las palabras. ¿Por qué debería ser de otra manera? Es extremadamente difícil que un hombre sea movido por ideas, y que capte una verdad. Para lograrlo, necesita superar resistencias de inercia profundamente arraigadas, vencer el miedo al error o a apartarse del rebaño. El mero familiarizarse con otras ideas no es suficiente, aunque éstas sean correctas y sólidas en sí mismas. Pero las ideas producen en verdad un efecto sobre el hombre si son vividas por quien las enseña, si son personificadas por el maestro, si aparecen encamadas. Si un hombre expresa la idea de humildad y es humilde, quienes lo oyen comprenderán qué es la humildad. No sólo comprenderán, sino que creerán que ese hombre está hablando acerca de una realidad, y no meramente pronunciando palabras. Lo mismo vale respecto de todas las ideas que un hombre, un filósofo o un instructor religioso traten de transmitir…» (FROMM, E.; 1984: 23).
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Nos resulta especialmente complejo y difícil poder concretar orientaciones, principios, dimensiones y ámbitos que nos ayuden a analizar con una cierta precisión educativa y pedagógica el aprendizaje del amor, algo por cierto, de lo que es imposible aprender a partir de libros o programas formativos y/o curriculares. Y es que el amor es un fenómeno indefinible para que el no sirven las ópticas lineales y duales; es algo en lo que la unidad sujeto-objeto es absolutamente manifiesta porque siempre estamos inmersos, necesitados y afectados en él. No obstante, hay algunas dimensiones que pueden y deben ejercitarse y vivirse en todas nuestras instituciones educativas formales e infomales, privadas o públicas, y decimos ejercitar y vivir, porque en estos asuntos vale mucho más un movimiento en la acción y en la práctica real que la más solemne y bienintencionada de las declaraciones y discursos. Enseñar y aprender a amar supone pues:
1. Aprender a concentrarse; a mirar y a contemplar; a cultivar, mantener y sostener la atención; a “darse cuenta” de lo que sucede, se siente y se vive en el presente, en el ahora. Aprender a vivir el presente es lo mismo que aprender a mirar y a vivir de un modo nuevo cada momento de nuestra vida, es descubrir que todo cambia, que todo fluye, que todo es impermanente y de que siempre existen posibilidades de transformación (esperanza). Cualquier actividad o medio que nos ayude a darnos cuenta, a tomar plena conciencia de lo que pensamos, sentimos, decimos y hacemos, siendo capaz de descubrir sus correspondencias e incongruencias, será siempre fundamental para entender y comprender nuestra humana condición. En un mundo y una sociedad en la que todo es rapidez, eficacia, simultaneidad, rentabilidad, aprender a con-centrarse significa ser capaz de encontrar y mantener el centro de gravedad de nuestra existencia, significa también aprender a serenarse y a calmarse, descubriendo aquellas cualidades esenciales que hacen posible la vida como proceso interdependiente de triangulación entre el individuo, la naturaleza y la sociedad.
2. Aprender a esforzarse, a mantener y a sostener la energía movilizadora de nuestras acciones. Aprender a automotivarnos y a realizar acciones de forma disciplinada y constante sabiendo mediatizar nuestros deseos y tolerar nuestras frustraciones. Comprender que el trabajo, el gasto de energía y su mantenimiento, la disciplina, la constancia, el aprendizaje de la renuncia y el sacrificio son aspectos esenciales para el aprendizaje del amor y la condición humana.
3. Aprender a ser responsables, no sólo en el sentido de cumplir deberes elementales de ciudadanía o de cualquier otra índole, no sólo en la dimensión de la ética convencional de la Regla de Oro que categóricamente nos obliga a no hacer o causar a los demás aquello que no deseamos para nosotros, sino sobre todo en el sentido positivo de responder, de dar respuesta a las necesidades de nuestros semejantes y de todo aquello que contribuye a la generación y al mantenimiento de la vida. Respuesta que va más allá de una ética puramente distributiva o igualitaria, ampliándose así a una ética de la vida, que es al mismo tiempo ecológica-planetaria y por ello necesariamente solidaria e incondicional.
4. Aprender a cuidar, ya que como nos dice Fromm «el amor es la preocupación activa por la vida y el crecimiento de lo que amamos» (FROMM, E.; 1969: 22) y precisamente la condición humana emerge y se desarrolla gracias al cuidado amoroso de nuestras madres y de todas las madres, siempre maestras de cuidado y de amor incondicional. Aprender a cuidar es también un aprendizaje estratégico y de largo alcance que posee un profundo carácter transdisciplinar, en cuanto que afecta a todas las esferas y dimensiones de la vida, porque para la vida no nos es suficiente con la ética de la justicia y de la igualdad, sino también la ética del cuidado, de la comprensión y de la compasión. Dicho en palabras de Leonardo Boff, aprender a cuidar exige todo un conjunto de aprendizajes simultáneos e interdependientes, como son: «…1) El cuidado de nuestro único planeta. 2) El cuidado del propio nicho ecológico. 3) El cuidado de una sociedad sostenible. 4) El cuidado del otro: ánimus y ánima. 5) El cuidado de los pobres, oprimidos y excluidos. 6) El cuidado de nuestro cuerpo, en la salud y en la enfermedad. 7) El cuidado de la curación integral del ser humano. 8) El cuidado de nuestra alma, de los ángeles y los demonios interiores. 9) El cuidado de nuestro espíritu, de los grandes sueños y de Dios. 10) El cuidado de nuestra gran travesía, la muerte…» (BOFF, L.; 2002: 107-128).

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